¡Hola a todos! Estos últimos meses he estado volcada en la escritura de una nueva novela y en varios proyectos personales que me han dejado muy poquito tiempo para el blog. Aún así, he leído muchísimo durante este tiempo y muy pronto os iré dejando reseñas de algunas novelas que no me han dejado indiferente. Algunas de ellas son Aquitania, Niebla en Tánger, Meretrice y Todo esto te daré, entre otras. También hablaré de La Cocinera de Castamar, cuya serie me tiene casi tan enganchada como me enganchó el libro en su día.
Pero hoy os voy a dejar aquí un cuento que escribí hace años, por si os apetece leerlo. Espero que no seáis muy duros conmigo, mi terreno natural son las novelas 😉
Se titula Antes del amanecer y tiene tintes de fantasía, que es el género con el que empecé en el camino de la escritura.
ANTES DEL AMANECER
Desde el pequeño barco en el que nos alojábamos Pablo y yo, amarrado en un diminuto puerto oculto entre peñascos y bosques siniestramente espesos, podíamos oír el suave tintineo de las velas golpeando contra los mástiles bajo una fina y persistente lluvia. Las otras embarcaciones rodeaban la orilla de aquel sinuoso río navegable en una especie de abrazo lóbrego. Nos habíamos refugiado en el camarote para resguardarnos del frío y el peligro de una noche cerrada como aquella. Me acurruqué junto a Pablo en la litera, que ocupaba prácticamente todo el compartimiento. Quedé embelesada mirando cómo las gotas se deslizaban por el cristal en una insustancial caricia, echando terriblemente de menos el fuego a tierra que, en casa, nos reconfortaba en las noches de invierno. Pero no. Tuvimos que salir aquel desapacible fin de semana. Me abrazó y me besó en la frente.
—Lo siento. —Se disculpó—. Hubiera sido mejor quedarnos en casa.
—No importa, tampoco se está tan mal —contesté con una sonrisa algo forzada.
Oí un toser desgarrado fuera del barco. Me levanté y caminé hacia la puerta del camarote. Asomé la cabeza y vi a una vieja pedigüeña sentada sobre el suelo, cubierta con un montón de mantas mugrientas y raídas que no eran suficientes para repeler el agua. Tiritaba. Un golpe de viento hizo que su sombrero, con suciedad de años incrustada en él, saliera volando. La mendiga se arrastró penosamente unos metros y estiró el brazo para alcanzarlo. Pero el gorro, al borde del pantalán, estaba a punto de caer. Cayó. La pordiosera maldijo su suerte entre dientes mirando al agua, quieta, sin vida, sobre la que ahora flotaba su viejo sombrero. Entonces, como si se hubiera dado cuenta de que alguien la observaba, levantó la vista hacia mí. Pareció mirarme directamente a los ojos. Me asusté. Me alejé de
la puerta y cerré de un golpe, volviendo a la cama sin poder quitarme de la cabeza esos ojos idos, uno marrón, otro azul. Era una mirada espantosa, vacía.
Oí carraspear de nuevo a la mujer. Quise ignorarla, pero esta vez Pablo también se dio cuenta.
—¿Has oído eso? Me parece que hay alguien ahí fuera —dijo mirando a través del portillo lateral—. ¡Vaya! Pobre mujer… —exclamó al ver a la mendiga–. ¿Y si la dejamos entrar hasta que pare de llover?
—No sé, Pablo, es una completa desconocida y… —murmuré contrariada.
—Venga, Lucía, eso no importa, vayamos a ver si necesita ayuda —me rogó.
Accedí y salimos del camarote, dirigiéndonos a proa, donde pude ver, para mi descanso, las dos amarras delanteras firmemente enlazadas a las cornamusas que unían el barco al muelle. La tormenta no se lo llevaría. Pablo alargó la pierna y bajó al pantalán. Luego, me ayudó a descender. Nos acercamos a la mujer que, nada más vernos, empezó a bramar con una voz extremadamente ronca.
—¡Fuera! ¡Marchaos! ¿Acaso no me oís? ¡He dicho que os marchéis! —de repente paró de vociferar y clavó su mirada en nosotros, susurrando siniestramente—. Ya vienen, ya vienen…
Silencio. La pordiosera empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, como si hubiera entrado en trance, murmurando palabras ininteligibles. Pablo me miró desconcertado y me agarró de la mano para volver a nuestra embarcación. De pronto, detuvo sus pasos. Lo observé extrañada y me percaté de que estaba inexplicablemente paralizado. No tardé en descubrir por qué. De entre las oscuras tinieblas del bosque surgieron tres féminas que irradiaban una luz extraña. Se acercaban suavemente, sus pies flotando en el aire sin ni siquiera rozar el suelo. Di un paso atrás, asustada. A medida que se aproximaban pude ver sus largas cabelleras blancas, casi plateadas, que se confundían con
las impecables túnicas que cubrían sus cuerpos de tez pálida. Una de ellas, la más alta y aterradora, se acercó a Pablo, que no se movió ni un ápice. Tomó a mi prometido de la mano y empezó a llevárselo, arrancándolo de mi lado. No sé qué me pasó por la cabeza cuando vi los ojos de Pablo todos pupila. Me abalancé sobre la mujer, intentando en vano que lo soltara. Una mano invisible me empujó y caí al suelo golpeándome la cabeza contra el pavimento. Todo se tornó borroso. Oscuridad.
Sentí cómo me zarandeaban con fuerza y abrí los ojos despacio. Cuando recordé lo ocurrido, me incorporé precipitadamente llevándome las manos a la sien dolorida. La vagabunda me miraba sin decir nada.
—¿Dónde está Pablo? —pregunté alarmada al no verlo por ninguna parte.
—Os lo advertí. Se lo han llevado —contestó escuetamente.
—¿Quién? ¿Adónde? —cuestioné impaciente.
—Las huldras.
—¿Huldras? —La miré como si fuera demente.
—Son espíritus del bosque. Si no lo encuentras antes de que amanezca, lo matarán.
—¿Pero qué estás diciendo? —grité histérica—. ¡Cómo van a matarlo!
—Esas mujeres no son humanas —añadió entonces con el fulgor de la ira reluciendo a través de sus ojos dispares—, se mantienen jóvenes y bellas absorbiendo la vida de hombres ingenuos. Son seres de la oscuridad, por eso odian la luz, y salen a cazar en noches lluviosas y negras como esta.
—No, todo esto es una locura.
—Si sigues el sendero y te desvías hacia la izquierda en el roble milenario, hallarás un pequeño lago. Estarán allí. Quizá tú sí que consigas llegar a tiempo —contestó, ignorando mis sofocadas quejas.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Quién lo intentó antes?
—Yo —anunció con tristeza.
La miré boquiabierta, todavía sin poder creer ni una sola palabra de aquella rocambolesca historia. ¿Qué tenía yo que ver con seres mitológicos ni espíritus de ningún tipo?
—No. Esto no es posible —sentencié, incrédula.
—Tú misma las has visto. Si no te apuras, perderás a tu amado, igual que yo perdí al mío. Las huldras se lo llevaron hace treinta años, y vuelvo aquí cada noche sin luna, para suplicarles que me lo devuelvan. Pero no tienen piedad.
Un escalofrío recorrió mi espinada al oír aquello y me puse en pie, dispuesta a hacerle caso a una mujer que probablemente había perdido la cordura décadas atrás.
—No las mires a los ojos —me advirtió en un susurro cuando ya me había alejado unos pasos—, o estarás perdida.
Entré precipitadamente en nuestro barco y abrí con premura la caja de la despensa que contenía las bengalas, que solían utilizarse para pedir auxilio en caso de naufragio. Tomé una de ellas sin pensarlo y la guardé en mi bolsillo. Salí de nuevo al exterior, aceptando a regañadientes ser víctima de aquella surrealista historia. Me adentré en la oscuridad de la indómita vegetación alumbrada tan solo por el débil haz de luz de una vieja linterna, que titilaba por culpa del desuso. Caminé deprisa por el lúgubre sendero que me había indicado la anciana, consciente de que, si lo que me había contado era cierto, cada segundo podía ser la diferencia entre la vida y la muerte de Pablo. Pronto topé de frente con un roble de grandes dimensiones. Deduje, por su aspecto, que debía de ser el que conducía al lago. Irrumpí entre los árboles dirigiéndome hacia la izquierda, tal como me había explicado y, efectivamente, ante mis ojos se abrió paso un pequeño pantano fangoso.
Respiré con dificultad cuando avisté a las tres mujeres en la orilla, inclinadas sobre Pablo. Éste permanecía inconsciente en el suelo, envuelto una extraña aura que no
vaticinaba nada bueno. Apagué la linterna y me acerqué cautelosamente hacia donde se encontraban. Se me congeló la sangre cuando una de ellas reparó en mí. Sus rasgos bellos se desdibujaron en una mueca aterradora. Prácticamente pude oler su maldad a pesar de la distancia que nos separaba. Empecé a temblar cuando sentí su mirada airada sobre mí.
<<No las mires a los ojos>>. Bajé la vista hacia mis pies. En el bolsillo, oprimí la bengala con fuerza entre mis dedos. La huldra dio un inesperado grito de furia desatada y salí disparada hacia atrás impulsada por una misteriosa onda expansiva, estrellándome contra un árbol. Me levanté torpemente, con el rostro encogido de dolor y la respiración entrecortada. Descubrí un profundo corte en mi antebrazo, que probablemente me habría hecho al clavarme algún saliente del tronco. Mirando de soslayo su reflejo en el lago, pude ver que la mujer se apresuraba a arremeter contra mí de nuevo. Intenté tomar la bengala del interior de mi bolsillo, pero fui presa del pánico cuando me percaté de que se había desprendido de la chaqueta en el momento de mi inoportuna caída. Corrí hacia el árbol, huyendo en busca del objeto del que dependían nuestras vidas. Me arrodillé y palpé a tientas por el suelo hasta que topé con él. Sin embargo, la mujer me golpeó en la cabeza con una piedra, provocando que cayera de bruces y perdiera de vista la bengala. Sentí un hilillo de sangre deslizarse por mi sien. Alargué el brazo con dificultad y la alcancé a tientas. Se la puse delante del rostro. Se detuvo. No sabía lo que era. No reaccionó. Entonces, tiré del mecanismo que la activaba. No me lo podía creer. Se había quedado encallada. La criatura tornó a aproximarse peligrosamente, bajo la mirada expectante de las otras dos. Al fin, desesperada, después de varios intentos frustrados, conseguí dispararla. De repente, todo el bosque se iluminó con un gran destello y, simultáneamente, oí un espantoso chillido, agudo y prolongado, que levantó un turbulento viento. Las hojas se arremolinaron a mi alrededor y me vi obligada a cubrirme los ojos con las manos. El follaje se detuvo súbitamente un instante después.
Cuando pude abrir los ojos, no vi a nadie más que a Pablo tumbado en el mismo lugar que al principio. Todo estaba tranquilo. Las tres huldras habían desaparecido. Corrí hacia él, y comprobé que respiraba plácidamente. Cerré los ojos y sonreí suavemente un instante antes de desvanecerme.
Me desperté en la litera del camarote de nuestra embarcación, junto a Pablo. Le expliqué lo sucedido y, divertido, me dijo que en ningún momento salimos del barco.
—Lo habrás soñado. Siempre has tenido mucha imaginación.
Pero el corte de mi antebrazo seguía ahí, el dolor en la sien seguía ahí. La pedigüeña de ojos dispares seguía ahí. Y me sonrió al vernos marchar de la mano.